Godzilla en México
Atiende esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la Ciudad de México
pero nadie se daba cuenta.
El aire llevó el veneno a través
de las calles y las ventanas abiertas.
Tú acababas de comer y veías en la tele
los dibujos animados.
Yo leía en la habitación de al lado
cuando supe que íbamos a morir.
Pese al mareo y las náuseas me arrastré
hasta el comedor y te encontré en el suelo.
Nos abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que íbamos a iniciar un viaje,
uno más, juntos, y que no tuvieras miedo.
Al marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró los ojos.
¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas, abejas, cifras equivocadas
en la gran sopa podrida del azar?
Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos y secretos.
Lluvia
Llueve y tú dices es como si las nubes
lloraran. Luego te cubres la boca y apresuras
el paso. ¿Como si esas nubes escuálidas lloraran?
Imposible. Pero entonces, ¿de dónde esa rabia,
esa desesperación que nos ha de llevar a todos al diablo?
La Naturaleza oculta algunos de sus procedimientos
en el Misterio, su hermanastro. Así esta tarde
que consideras similar a una tarde del fin del mundo
más pronto de lo que crees te parecerá tan sólo
una tarde melancólica, una tarde de soledad perdida
en la memoria: el espejo de la Naturaleza. O bien
la olvidarás. Ni la lluvia, ni el llanto, ni tus pasos
que resuenan en el camino del acantilado importan;
Ahora puedes llorar y dejar que tu imagen se diluya
en los parabrisas de los coches estacionados a lo largo
del Paseo Marítimo. Pero no puedes perderte.
El mono exterior
¿Te acuerdas del Triunfo de Alejandro Magno, de Gustave Moreau?
La belleza y el terror, el instante de cristal en que se corta
la respiración. Pero tú no te detuviste bajo esa cúpula
en penumbras, bajo esa cúpula iluminada por los feroces
rayos de armonía. Ni se te cortó la respiración.
Caminaste como un mono infatigable entre los dioses
pues sabías -o tal vez no- que el Triunfo desplegaba
sus armas bajo la caverna de Platón: imágenes,
sombras sin sustancia, soberanía del vacío. Tú querías
alcanzar el árbol y el pájaro, los restos
de una pobre fiesta al aire libre, la tierra yerma
regada con sangre, el escenario del crimen donde pacen
las estatuas de los fotógrafos y de los policías, y la pugnaz vida
a la intemperie. ¡Ah, la pugnaz vida a la intemperie!
La poesía latinoamericana
Algo horrible, caballeros. La vacuidad y el espanto.
Paisaje de hormigas
En el vacío. Pero en el fondo, útiles.
Leamos y contemplemos su diario discurrir:
Allí están los poetas de México y Argentina, de
Perú y Colombia, de Chile, Brasil
Y Bolivia
Empeñados en sus parcelas de poder,
En pie de guerra (permanentemente), dispuestos a defender
Sus castillos de la acometida de la Nada
O de los jóvenes. Dispuestos a pactar, a ignorar,
A ejercer la violencia (verbal), a hacer desaparecer
De las antologías a los elementos subversivos:
Algunos viejos cucú.
Una actividad que es el fiel reflejo de nuestro continente.
Pobres y débiles, son nuestros poetas
Quienes mejor escenifican esa contingencia.
Pobres y débiles, ni europeos
Ni norteamericanos,
Patéticamente orgullosos y patéticamente cultos
(Aunque más nos valdría aprender matemáticas o mecánica,
¡Más nos valdría arar y sembrar! ¡Más nos valdría
Hacer de putos y putas!),
Pavos rellenos de pedos dispuestos a hablar de la muerte
En cualquier universidad, en cualquier barra de bar.
Así somos, vanidosos y lamentables,
Como América Latina, estrictamente jerárquicos, todos
En la fila, todos con nuestras obras completas
Y un curso de inglés o francés,
Haciendo cola en las puertas
De lo Desconocido:
Un Premio o una patada
En nuestros culos de cemento.
Epílogo: Y uno y dos y tres, mi corazón al revés, y cuatro y cinco y seis, está roto, ya lo veis, y siete y ocho y nueve, llueve, llueve, llueve…
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El fantasma de Edna Lieberman
Te visitan en la hora más oscura todos tus amores perdidos. El camino de tierra que conducía al manicomio se despliega otra vez como los ojos de Edna Lieberman, como sólo podían sus ojos elevarse por encima de las ciudades y brillar.
Y brillan nuevamente para ti los ojos de Edna detrás del aro de fuego que antes era el camino de tierra, la senda que recorriste de noche, ida y vuelta, una y otra vez, buscándola o acaso buscando tu sombra.
Y despiertas silenciosamente y los ojos de Edna están allí. Entre la luna y el aro de fuego, leyendo a sus poetas mexicanos favoritos. ¿Y a Gilberto Owen, lo has leído?, dicen tus labios sin sonido, dice tu respiración y tu sangre que circula como la luz de un faro.
Pero son sus ojos el faro que atraviesa tu silencio. Sus ojos que son como el libro de geografía ideal: los mapas de la pesadilla pura. Y tu sangre ilumina los estantes con libros, las sillas con libros, el suelo lleno de libros apilados.
Pero los ojos de Edna sólo te buscan a ti. Sus ojos son el libro más buscado. Demasiado tarde lo has entendido, pero no importa. En el sueño vuelves a estrechar sus manos, y ya no pides nada.
Este poema nos habla de Edna Lieberman, una mujer de quien el autor estuvo profundamente enamorado pero cuya relación se rompió pronto. Pese a ello, la recordaría a menudo, apareciendo en una gran cantidad de obras del autor
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